Bailarina
Siempre quise ser bailarina, sólo que nunca me atreví. Traicioné mi amor por la danza y mis ganas de aprender muy temprano. Corrijo, me traicioné a mi misma.
Tenía unos 7 años, a lo mejor un poco menos, mi madre me había conseguido una plaza en una escuela de ballet y estábamos afuera de la puerta. Desde allí se podían ver las niñas con su uniforme rosa, una especie de bañador y una falda muy ligera. Creo que el uniforme fue una de las cosas que me hizo retroceder… ¿Tenía que estar en bañador para ir a bailar?
Una de esas niñas era mi amiguita número uno: Rosalinda. A pesar de las ganas que tenía de entrar y empezar con los ejercicios y de que llegara el momento en el que pudiera hacer piruetas y saltar de puntillas, no quise entrar. De nada sirvió que mi mamá me dijera varias veces que ella se quedaría hasta el final de la clase o que Rosalinda me llamara con una gran sonrisa y señas. Mi miedo fue más fuerte, o mis complejos, porque en realidad lo que más me asustaba de todo era que las niñas se rieran de mí, que vieran mi panza apretada por la malla y mi torpeza al intentar hacer los ejercicios.
Mirando atrás, ¿cómo una niña tan pequeña podía tener tantas inseguridades? Todavía no tengo respuesta. Imagino que cada persona las maneja de una manera diferente y al parecer la situación escapaba por completo de mis manos o por lo menos eso sentía.
Así fue cómo renuncié a mi primer sueño, así fue cómo nunca aprendí a saltar con gracia y a bailar en puntillas. Mi primera decisión importante y dije que no por miedo al qué dirán. Por rechazo a mi propio cuerpo. A pesar de las palabras de mi madre no entré, y al sol de hoy pienso en ese momento.
Recuerdo esa tarde cada vez que abandono algo por miedo o cada vez que renuncio a hacer cosas que sé que no serán del todo fáciles o que necesiten mucho de mí. Pienso en esa tarde y en las ganas que tenía de dejarme llevar, de decir “al carrizo todo” y empezar a bailar. Nadie sabe que de pie, en frente a la puerta y a la profesora, me imaginé como la mejor bailarina de todas, salté por todo el salón, di vueltas en el aire y sonreí hasta el cansancio al terminar de bailar. Todo eso pasó en cuestión de segundos, mientras mi otro yo me decía que mejor volviera a casa, que no iba a lograr nada allí.
La danza me parece una de las expresiones más bonitas del cuerpo y yo la reprimí por temor, por complejo. Me encantaría tener un aparato para volar en el tiempo y llegar al pasado para decirme que todo está bien, que nadie me está mirando, que si quiero hacerlo lo haga y que si quiero llegar a bailar en puntillas necesito quedarme allí, dejar la pataleta y empezar con los ejercicios, que todo está en mi cabeza y que sea libre, que la vida es muy corta para aferrarse a los sentimientos equivocados y a lo que nos frena.
Pero como nada de eso es posible, me lo digo ahora: la vida es muy corta para aferrarse a lo que nos hace daño. Con esto, le subo el volumen a la música y bailo lo primero que suena. Todavía siento vergüenza cuando me siento muy observada, pero no lo dejo de hacer porque sé que esa vocecita insegura, no es más que una prueba para superarme a mi misma.
Sara Fratini
@sarafratini